¿QUÉ DECIR? - JULIETA RAVARD






En Venezuela vivimos constantes sucesos del orden de corte en lo simbólico. Se niega la justicia y el ordenamiento legal, para dar cabida a acontecimientos que, cada vez, tienen efectos más impactantes, por lo impensables, del orden de lo real.

Cuando se rompen los derechos ciudadanos, lo que aparece es lo real del discurso del amo. Los vimos romperse llenos de asombro, estupor, rabia, dolor, en las protestas de los últimos meses, donde hubo más de 150 personas asesinadas, desarmadas, a quemarropa. Escuchamos el discurso oficial calificarlos de terroristas; a psicólogos gobierneros hablar de las armas de guerra que portaban los jóvenes en sus morrales,  “manipulados por el discurso de la derecha”. Es el discurso cínico que hace una torsión de la verdad para intentar justificar lo injustificable: cientos de muertos, presos políticos, torturas, violaciones que han sido registradas y confirmadas por abogados y organizaciones de los derechos humanos internacionales. Casos comprobados como crímenes de lesa humanidad, en los que quedó demostrada la cara dictatorial del gobierno. Ésa que ha impedido el derecho a la palabra, a protestar por todo lo que no funciona, a cuartar el derecho a exigir los cambios que se requieren para enfrentar las terribles dificultades que padece el país. Dar frente a esta postura represiva trae como riesgo la cárcel o la propia muerte.

Mientras, la fiesta del amo sigue, montada sobre el hambre y las enfermedades, las carencias y los duelos. La inflación se come las posibilidades de una vida digna, de conseguir alimento. En la búsqueda de lo indispensable, se van las horas del día en colas, no hay dinero en efectivo en los bancos, no se puede usar el transporte público,  hay un empuje al encierro, a no pensar porque no queda tiempo. Es un deambular de zombies que no sabían que estaban muertos.

Y en enero, luego de un diciembre silente, sombrío, surgió algo del orden siniestro, impensable en un país que ha conocido un estado de derecho y  democracia.  
Circula un video de un joven venezolano, Oscar Pérez, ex funcionario de la policía científica, quien había decidido hacer una serie de acciones para decir que él y su grupo se comprometían a devolver la dignidad a este país. Sonaba algo romántico. Este joven solitario, no violento, pero que logra ridiculizar la inviolabilidad del gobierno, sobrevoló el espacio aéreo, se robó armas de cuarteles –sin heridos– escapándose, y apareciendo en los lugares más inesperados. Se les hizo insoportable, humillante.  

Es conseguido en enero donde se escondía con un grupo de seis jóvenes, entre ellos una joven embarazada, esposa de un oficial. Los cercan y  deciden entregarse; sin embargo, son asesinados y ejecutados con un tiro en la cabeza. Luego, el gobierno hace un entierro apresurado, prohibiendo todo acto público.


Vimos el video, Oscar relató lo que estaba ocurriendo: sabía que lo iban a matar aun entregándose. Nos quedamos con la despedida a sus tres hijos pequeños, con la muerte de todos y de la joven madre, embarazada.


No hay acuerdos, no hay juicio, sólo la violencia extrema deshumanizada, que borra todo rastro simbólico. Es una guerra despiadada que está exterminando a una población.¿Qué oferta damos los psicoanalistas? ¿Es ésta posible?


Sostener con la presencia, el acto, la escucha y un trabajo que empuje, no a lo heroico mortífero, ni a la parálisis, sino a la puesta a prueba de cada quien en su decir, en sus decisiones y en las consecuencias éticas de éstas cuando lo simbólico no sostiene ya la existencia, es saber hacer con el horror, con lo real.

  


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