Estremecimiento - Leonardo Padrón
En estos días se me atascaron de nuevo las palabras. Se quedaron inmovilizadas
en el teclado. Se hicieron nudo. Me quedé en silencio. Arrinconado donde no
había alfabeto posible. Y no pude entregar mi artículo semanal. Ni siquiera
logré excusarme. Seguí durante días enteros con los ojos pegados a la viscosa
realidad de mi país. Permanecí, encandilado de horror, viendo los testimonios
de hambre y padecimiento que se amplifican en cada rincón de mi pobre país
petrolero. Es demasiado. Sobrepasa.
Es algo que ofusca la capacidad de análisis.
Uno ve a hombres hechos y derechos, remangados de tanto vivir, con los
ojos en súplica, con la voz hecha puro sollozo, porque tienen tanta hambre que
están aterrados, porque les da vergüenza no poder alimentar con un mínimo de
pan y decencia a sus hijos. Eso
aniquila. Estremece. Las historias son excesivas. Como sacadas de un país en
guerra. Parecemos un territorio bombardeado, con la comida convertida en humo y
sin la más simple medicina. ¿Cuántas
veces hay que decirlo?
Asombra la historia de María del Carmen, una niña de 6 años que reside en Maracaibo
y su cota de desnutrición es tal que a la familia le asusta cargarla porque
sienten que se les va a quebrar en los brazos.
Aturde la cantidad de niños que siguen muriendo por comer yuca amarga, porque
no hay más nada, solo ese borde que es la desesperación de sus padres. Conmueve
la historia de José, el humilde autobusero que se desvaneció llevando a su
pequeño hijo al colegio, porque tenía ya dos días masticando solo aire. Y a mí
se me quedó la mirada en su hijo, que le abrazaba una rodilla como consuelo,
que no sabe de ideologías, que tiene tan poco tiempo en el mundo y quizás ya
supone que así es la vida: un padre sollozando a ras del suelo.
Estremece la historia del hombre que va a pie a Colombia para comprarle una
urna a su sobrina, porque la inflación decreta que no hay dinero que pague el
entierro de los pobres en nuestro pobre país petrolero. Son demasiadas
historias. Demasiadas. Ahora quienes protestan no son las organizaciones
políticas, ni los estudiantes, ni la clase media, ni los sindicatos, choferes,
profesores o la abrumadora sociedad civil. Ahora protesta la capa más frágil de
la sociedad: los enfermos. Los que padecen cáncer, los trasplantados de
órganos, los que tienen VIH, paludismo, difteria, tuberculosis, lupus, los
enfermos renales y los miles y miles que dependen de una minúscula pastilla
para tener a raya la peligrosa hipertensión. Son más de 300 mil personas con el
susto de la muerte en la esquina más cercana. Se les ve clamando por sus remedios,
braceando por ayuda en una cuenta regresiva letal, exasperados, colapsando
frente a las cámaras.
La escandalosa cifra dice que la desnutrición afecta ya a 1.3 millones de
personas. El país se está volviendo un costillar. Y nada, nada de ese hilo agónico
de tantos seres humanos conmueve a los líderes de la revolución. Muchos de esos
enfermos votaron por Chávez, creyeron en su promesa de redención social y su
estribillo de salvador de los desposeídos. Pero la dictadura solo les ha
devuelto su indiferencia. Lo que está pasando es moralmente inhumano.
Inaceptable. Es una suerte de homicidio
culposo masivo. Y a eso se suman las historias, ya multitudinarias,
inacabables, de venezolanos diseminados en las calles de los países vecinos,
convertidos en vendedores ambulantes de cualquier cosa, agredidos y humillados
por el dardo de la xenofobia. ¡Son tantos los testimonios! Están en todas
partes. Es imposible no verlos. Confieso que nunca había visto a tanta gente
triste. A desconocidos, amigos, vecinos, gente de cualquier edad. A mi propio
rostro. Se nos ha vuelto una epidemia la tristeza. Hoy somos un rudo coctel de
crisis, abatimiento, desesperanza, bochorno, duelo, hambre, exilio y pena. No
ha quedado piedra sana.
A todo el mundo se le desbarató la vida. Y yo no entiendo. No entiendo una
ideología que contenga tanta indolencia en su premisa. No entiendo, incluso si convenimos en que a Venezuela
la gobierna una mafia criminal. Hasta el mayor de los delincuentes se conmueve
ante un niño agonizando. ¿No hay en esos “camaradas” del poder ni un síntoma de
humanidad? ¿No observa -por ejemplo- la
llamada primera combatiente, lo que está pasando en el país que gobierna su
marido? ¿No le muestra, luego de
refocilarse con la televisión española que tanto disfrutan, alguno de los
cientos de videos que pueblan las redes?
¿No ha visto el terror de los enfermos renales rogando por la urgencia
de una diálisis que les salve la vida? ¿No
han advertido a la gente escapando en estampida por las fronteras? ¿No hay un
mínimo estremecimiento en su alma femenina? ¿Tampoco lo han notado las esposas,
madres o hijas de los otros paladines de la dictadura? ¿No lo conversan en sus habitaciones? ¿No se
les ocurre pensar que quizás no lo están haciendo bien? ¿No vale la pena claudicar en algo para
salvar tantas vidas? ¿Dirán que a fin de
cuentas cada persona que muere o huye es otro escuálido menos? ¿De qué tamaño
es la venda que los ciega? ¿Así de
sórdido es su linaje? ¿Es tan cruel la
fascinación por el poder?
Muchos dirán que ninguno de los seres humanos que hoy conforman el círculo
de poder en Venezuela posee sensibilidad alguna. Que esta hambruna y esta
mortandad es por diseño. Que la estrategia es justamente la sumisión colectiva.
A veces quisiera pensar que en algún recóndito lugar de sus emociones debe
sacudirse algo. Pero el curso de los hechos nos hace desalojar cualquier
esperanza en ese sentido. Estamos ante un régimen desalmado. Es decir, sin
alma. Su victoria es la tristeza de millones de almas. Se han convertido en los
dueños de una tierra arrasada. No importa la sangre vertida. Ni cuántas cruces
hay ya en los cementerios. No importa tanta oscuridad. Ni esa larga pena que
somos. Patria o muerte, dijeron. Y perdió la patria.
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