En
Venezuela vivimos constantes sucesos del orden de corte en lo simbólico. Se
niega la justicia y el ordenamiento legal, para dar cabida a acontecimientos que, cada
vez, tienen efectos más impactantes, por lo impensables, del orden de lo real.
Cuando se rompen los derechos ciudadanos, lo
que aparece es lo real del discurso del amo. Los vimos romperse llenos de
asombro, estupor, rabia, dolor, en las protestas de los últimos meses, donde hubo
más de 150 personas asesinadas, desarmadas, a quemarropa. Escuchamos el
discurso oficial calificarlos de terroristas; a psicólogos gobierneros hablar de las armas de guerra que portaban los jóvenes
en sus morrales, “manipulados por el
discurso de la derecha”. Es el discurso cínico que hace una torsión de la
verdad para intentar justificar lo injustificable: cientos de muertos, presos
políticos, torturas, violaciones que han sido registradas y confirmadas por
abogados y organizaciones de los derechos humanos internacionales. Casos
comprobados como crímenes de lesa humanidad, en los que quedó demostrada la
cara dictatorial del gobierno. Ésa que ha impedido el derecho a la palabra, a
protestar por todo lo que no funciona, a cuartar el derecho a exigir los
cambios que se requieren para enfrentar las terribles dificultades que padece
el país. Dar frente a esta postura represiva trae como riesgo la cárcel o la
propia muerte.
Mientras,
la fiesta del amo sigue, montada sobre el hambre y las enfermedades, las
carencias y los duelos. La inflación se come las posibilidades de una vida
digna, de conseguir alimento. En la búsqueda de lo indispensable, se van las
horas del día en colas, no hay dinero en efectivo en los bancos, no se puede usar
el transporte público, hay un empuje al
encierro, a no pensar porque no queda tiempo. Es un deambular de zombies que no sabían que estaban
muertos.
Y
en enero, luego de un diciembre silente, sombrío, surgió algo del orden
siniestro, impensable en un país que ha conocido un estado de derecho y democracia.
Circula
un video de un joven venezolano, Oscar Pérez, ex funcionario de la policía
científica, quien había decidido hacer una serie de acciones para decir que él
y su grupo se comprometían a devolver la dignidad a este país. Sonaba algo
romántico. Este joven solitario, no violento, pero que logra ridiculizar la
inviolabilidad del gobierno, sobrevoló el espacio aéreo, se robó armas de
cuarteles –sin heridos– escapándose, y apareciendo en los lugares más
inesperados. Se les hizo insoportable, humillante.
Es
conseguido en enero donde se escondía con un grupo de seis jóvenes, entre ellos
una joven embarazada, esposa de un oficial. Los cercan y deciden entregarse; sin embargo, son
asesinados y ejecutados con un tiro en la cabeza. Luego, el gobierno hace un
entierro apresurado, prohibiendo todo acto público.
Vimos
el video, Oscar relató lo que estaba ocurriendo: sabía que lo iban a matar aun
entregándose. Nos quedamos con la despedida a sus tres hijos pequeños, con la
muerte de todos y de la joven madre, embarazada.
No
hay acuerdos, no hay juicio, sólo la violencia extrema deshumanizada, que borra
todo rastro simbólico. Es una guerra despiadada que está exterminando a una población.¿Qué oferta damos los psicoanalistas? ¿Es ésta
posible?
Sostener
con la presencia, el acto, la escucha y un trabajo que empuje, no a lo heroico
mortífero, ni a la parálisis, sino a la puesta a prueba de cada quien en su
decir, en sus decisiones y en las consecuencias éticas de éstas cuando lo
simbólico no sostiene ya la existencia, es saber hacer con el horror, con lo
real.
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